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Martes 16, septiembre 2008 - Últ. actualización 17:33h
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Lunes, 15-09-08
HE pasado la mitad del verano leyendo y releyendo «Vida y destino», una asombrosa novela de Vasili Grossman, escritor y periodista ruso casi desconocido, que cubrió con sus crónicas la batalla de Stalingrado.
Grossman fue el primero en dar la noticia al mundo de la existencia de los campos de exterminio nazis. Jrushov lo condenó al ostracismo. Sus testimonios sobre la URSS ponían al descubierto el desmoronamiento moral e ideológico del comunismo.
La lectura de «Vida y destino» —que algunos críticos han comparado con «Guerra y paz»— me ha devuelto el viejo placer de la lectura, el recuerdo de las largas tardes de la infancia y primera juventud, cuando con «Robinson Crusoe» o «Crimen y castigo» entre las manos, el silencio estival se poblaba de voces y ecos fantasmales y el joven lector, vampirizado por el poder de la ficción —que desplazaba por completo a la realidad—consultaba temeroso el número de páginas que le quedaban por leer. Una sensación mágica e irrepetible, totalmente desinteresada, previa a la pérdida de la inocencia, que llegaría con los años y sobre todo cuando ese lector —en su incipiente y desasosegado deseo de escribir, de ser escritor—, con un lápiz en la mano, convertía la lectura en un aprendizaje para así conocer el oficio de narrar y sus técnicas. Pienso que leer es un quehacer más placentero que escribir. Se trata de una opinión personal, claro.
La gran batalla de Stalingrado se inició en septiembre de 1942, en las orillas del Volga. Veinte divisiones alemanas al mando de Wilhelm von Paulus cercan la ciudad, defendida por el castigado 62 Ejército ruso, dirigido por el general Zukov. Un largo cerco que duraría hasta febrero de 1943 y sin duda la batalla más cruenta y decisiva de la Segunda Guerra Mundial, uno de sus grandes puntos de inflexión, junto con los de El Alamein y Midway.
Grossman ensaya un punto de vista extremadamente hábil, que confirma el principio clásico de que es el tema de una novela lo que determina su técnica. Los ojos del narrador no son omniscientes; Grossman no cae en la desorbitada tentación de Tolstói, que pretendía tenerlo todo presente en su «Guerra y paz». Ninguna visión humana puede abarcar los inesperados y rápidos movimientos de 600 carros de combate rodeando la ciudad, los cañones autopropulsados, el fuego continuado de 1.200 piezas de artillería, los aviones o el momento deslizante y silencioso de los francotiradores, los combates feroces a quemarropa que asolaron la ciudad durante cinco meses interminables.
Con infinita paciencia y mejor pulso, Grossman divide la realidad en pequeños fragmentos o parcelas significativas, que en principio nos brindan una imagen parcial de la gran batalla. El procedimiento no es nuevo; recuerda la imagen de un soldado extraviado en el fragor del combate, maltrecho y desconcertado, que sólo nos puede contar a borbotones confusos lo que está ocurriendo a su alrededor, como aquel personaje de Stendhal que, atrapado en las raíces de un árbol derribado, presencia atónito los trozos de una realidad que se le escapa.
Antes de que el lector pueda darse cuenta, se sorprenderá atrapado en la trama del texto, que funciona —a lo largo de 1.104 páginas— como un poderoso hechizo, que se hace posible mediante un estilo sobrio y contenido, pero enormemente expresivo y deudor del gran periodista que fue Grossman a lo largo de su vida.
Portador de una minuciosa cámara subjetiva, el lector participará activamente en la sangrienta confusión de los ataques callejeros. Los alemanes avanzan lentamente por los suburbios de la ciudad; el combate por el control de la Casa del Especialista es atroz; la lucha cuerpo a cuerpo por el molino, por el edificio del Gorbank; se pelea sin descanso por sótanos, patios y plazas. Pero los alemanes, moviéndose como una cuña, toman la parte sur de Stalingrado, el jardín de los Lapshín, Kuporosnava Balca y Yelshanca. Los oficiales del Estado Mayor ruso observan en el mapa cómo las líneas azules progresaban inexorablemente, mientras en el cielo gemían los bombarderos alemanes. Al llegar a la página 37, cualquier lector que desconozca la historia, podría pensar con razón que Stalingrado estaba perdida sin remedio.
En ningún momento existe distanciamiento entre el narrador y la materia narrada, de ahí la incesante presencia en la historia de una larga nómina de personajes, cuya fábula humana enriquece la trama de forma extraordinaria. Criaturas de carne y hueso, grandes y pequeños, como dispuestos en una noria. He tenido la curiosidad de contarlos: 165 moviéndose o arrastrándose, luchando, padeciendo dentro o fuera de la ciudad sitiada, desde los miembros de la familia Sháposnikov a los Víktor, pasando por los prisioneros del campo alemán, una de las páginas más desgarradoras de la novela, junto con las del campo de trabajo ruso y las insoportables de las cámaras de gas, escritas con una patética contención, como el que cuenta algo sabiendo que jamás será creído.
Ignoro si Grossman tuvo ocasión de leer a Primo Levi, pero ambos coinciden en un punto: el horror es tan absoluto que nadie se lo creerá. Así, los campos de exterminio no estaban protegidos por centinelas y alambradas eléctricas, sino por su propia atrocidad. Un centinela burlón le dice a un prisionero: «Si alguna vez cuentas lo que has visto aquí, ni tu propia madre te creerá. Pensarán que estás loco».
El 23 de noviembre de 1942, las fuerzas soviéticas completan el cerco del VI Ejército alemán. Algunos historiadores afirman que la batalla de Stalingrado había sido el mayor baño de sangre militar conocido en la historia. Los rusos, que nunca declararon oficialmente sus bajas durante la guerra, confesaron que 750.000 soldados murieron en Stalingrado. Los alemanes perdieron a 400.000 hombres. Nadie conoce los muertos de la población civil.
Una copia de «Vida y destino» pudo ser recuperada milagrosamente. Vasili Grossman murió en Moscú en 1964. No llegaría a ver su novela publicada.
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