Lunes, 15-09-08
HE pasado la mitad del verano leyendo y releyendo «Vida y destino»,
una asombrosa novela de Vasili Grossman, escritor y periodista ruso casi
desconocido, que cubrió con sus crónicas la batalla de Stalingrado.
Grossman fue el primero en dar la noticia al mundo de la existencia
de los campos de exterminio nazis. Jrushov lo condenó al ostracismo. Sus
testimonios sobre la URSS ponían al descubierto el desmoronamiento moral e
ideológico del comunismo.
La lectura de «Vida y destino» —que algunos críticos han comparado
con «Guerra y paz»— me ha devuelto el viejo placer de la lectura, el recuerdo de
las largas tardes de la infancia y primera juventud, cuando con «Robinson
Crusoe» o «Crimen y castigo» entre las manos, el silencio estival se poblaba de
voces y ecos fantasmales y el joven lector, vampirizado por el poder de la
ficción —que desplazaba por completo a la realidad—consultaba temeroso el número
de páginas que le quedaban por leer. Una sensación mágica e irrepetible,
totalmente desinteresada, previa a la pérdida de la inocencia, que llegaría con
los años y sobre todo cuando ese lector —en su incipiente y desasosegado deseo
de escribir, de ser escritor—, con un lápiz en la mano, convertía la lectura en
un aprendizaje para así conocer el oficio de narrar y sus técnicas. Pienso que
leer es un quehacer más placentero que escribir. Se trata de una opinión
personal, claro.
La gran batalla de Stalingrado se inició en septiembre de 1942, en
las orillas del Volga. Veinte divisiones alemanas al mando de Wilhelm von Paulus
cercan la ciudad, defendida por el castigado 62 Ejército ruso, dirigido por el
general Zukov. Un largo cerco que duraría hasta febrero de 1943 y sin duda la
batalla más cruenta y decisiva de la Segunda Guerra Mundial, uno de sus grandes
puntos de inflexión, junto con los de El Alamein y Midway.
Grossman ensaya un punto de vista extremadamente hábil, que
confirma el principio clásico de que es el tema de una novela lo que determina
su técnica. Los ojos del narrador no son omniscientes; Grossman no cae en la
desorbitada tentación de Tolstói, que pretendía tenerlo todo presente en su
«Guerra y paz». Ninguna visión humana puede abarcar los inesperados y rápidos
movimientos de 600 carros de combate rodeando la ciudad, los cañones
autopropulsados, el fuego continuado de 1.200 piezas de artillería, los aviones
o el momento deslizante y silencioso de los francotiradores, los combates
feroces a quemarropa que asolaron la ciudad durante cinco meses
interminables.
Con infinita paciencia y mejor pulso, Grossman divide la realidad
en pequeños fragmentos o parcelas significativas, que en principio nos brindan
una imagen parcial de la gran batalla. El procedimiento no es nuevo; recuerda la
imagen de un soldado extraviado en el fragor del combate, maltrecho y
desconcertado, que sólo nos puede contar a borbotones confusos lo que está
ocurriendo a su alrededor, como aquel personaje de Stendhal que, atrapado en las
raíces de un árbol derribado, presencia atónito los trozos de una realidad que
se le escapa.
Antes de que el lector pueda darse cuenta, se sorprenderá atrapado
en la trama del texto, que funciona —a lo largo de 1.104 páginas— como un
poderoso hechizo, que se hace posible mediante un estilo sobrio y contenido,
pero enormemente expresivo y deudor del gran periodista que fue Grossman a lo
largo de su vida.
Portador de una minuciosa cámara subjetiva, el lector participará
activamente en la sangrienta confusión de los ataques callejeros. Los alemanes
avanzan lentamente por los suburbios de la ciudad; el combate por el control de
la Casa del Especialista es atroz; la lucha cuerpo a cuerpo por el molino, por
el edificio del Gorbank; se pelea sin descanso por sótanos, patios y plazas.
Pero los alemanes, moviéndose como una cuña, toman la parte sur de Stalingrado,
el jardín de los Lapshín, Kuporosnava Balca y Yelshanca. Los oficiales del
Estado Mayor ruso observan en el mapa cómo las líneas azules progresaban
inexorablemente, mientras en el cielo gemían los bombarderos alemanes. Al llegar
a la página 37, cualquier lector que desconozca la historia, podría pensar con
razón que Stalingrado estaba perdida sin remedio.
En ningún momento existe distanciamiento entre el narrador y la
materia narrada, de ahí la incesante presencia en la historia de una larga
nómina de personajes, cuya fábula humana enriquece la trama de forma
extraordinaria. Criaturas de carne y hueso, grandes y pequeños, como dispuestos
en una noria. He tenido la curiosidad de contarlos: 165 moviéndose o
arrastrándose, luchando, padeciendo dentro o fuera de la ciudad sitiada, desde
los miembros de la familia Sháposnikov a los Víktor, pasando por los prisioneros
del campo alemán, una de las páginas más desgarradoras de la novela, junto con
las del campo de trabajo ruso y las insoportables de las cámaras de gas,
escritas con una patética contención, como el que cuenta algo sabiendo que jamás
será creído.
Ignoro si Grossman tuvo ocasión de leer a Primo Levi, pero ambos
coinciden en un punto: el horror es tan absoluto que nadie se lo creerá. Así,
los campos de exterminio no estaban protegidos por centinelas y alambradas
eléctricas, sino por su propia atrocidad. Un centinela burlón le dice a un
prisionero: «Si alguna vez cuentas lo que has visto aquí, ni tu propia madre te
creerá. Pensarán que estás loco».
El 23 de noviembre de 1942, las fuerzas soviéticas completan el
cerco del VI Ejército alemán. Algunos historiadores afirman que la batalla de
Stalingrado había sido el mayor baño de sangre militar conocido en la historia.
Los rusos, que nunca declararon oficialmente sus bajas durante la guerra,
confesaron que 750.000 soldados murieron en Stalingrado. Los alemanes perdieron
a 400.000 hombres. Nadie conoce los muertos de la población civil.
Una copia de «Vida y destino» pudo ser recuperada milagrosamente.
Vasili Grossman murió en Moscú en 1964. No llegaría a ver su novela
publicada.